martes, 7 de diciembre de 2010
Contemplando las ruedas
("Congo Lennon" Obra del Maestro Omar Figueroa Turcios - "Un tributo desde el Caribe Colombiano al hombre que imaginó un mundo sin fronteras, sin religiones, sin estados, sin hambre y a toda la gente viviendo en paz")
La gente dice que estoy loco
Haciendo lo que estoy haciendo
Me hacen toda clase de advertencias
Para salvarme de la ruina
Solo estoy sentado aquí
Contemplando las ruedas girar y girar...
(Watching the Wheels, de John Lennon)
Por Pepe Enciso
¿Dónde estabas cuando mataron a Kennedy?, ¿cuando Neil Armstrong pisó la Luna?, ¿cuando cayó el muro de Berlín?, ¿cuando mataron a Lennon?, suelen preguntarle a uno.
Por mi parte,esa noche de hace treinta años, 8 de diciembre de 1980, acababa de ver en escena la que estaba llamada a ser la sucesora de The Beatles. La banda sobre la que estaban puestas todas las esperanzas después de sobrevivir al frívolo Disco y al destructivo Punk.
The Police tenía todo: energía, sensibilidad, virtuosismo, inteligencia. Como The Beatles, cada canción era un hit que quedaba pegado al dial de la radio: Roxxanne, Message in a Bottle, So Lonely, Don´t Stand so Close to Me, De, do, do, do, de, da, da, da, constituían la banda sonora de ese comienzo de una década que, como la de los sesenta, presagiaba magia.
Pero la magia se rompió al salir mi amigo Willi Vergara y yo al parqueadero del Sunrise Musical Theater de Fort Lauderdale.
Una rubiecita lloraba inconsolable en el hombro de su pareja, un chico sentado en el piso con la cabeza entre sus piernas ocultaba su dolor y un grupo al pie de sus autos, reventando botellas de cerveza contra el suelo, lanzaba todas las imprecaciones de cuatro letras existentes en el idioma de Shakespeare.
“Lennon got killed”, alcanzamos a oír, y este corazón, nacido en una pequeña ciudad del Caribe colombiano entre porros, gaitas y merecumbé, lejísimos de Liverpool y que John seguramente ni sabía que existía, se encogió del tamaño de una bolita de uñita ante la noticia, y el éxtasis dio paso al dolor.
Y es que digan lo que digan John era The Beatles, y aunque requisitos contractuales les exigían a él y a Paul firmar las canciones como Lennon y McCartney, todos sus fans sabíamos cuáles eran de su autoría. Las más inteligentes, las más duras, las más determinantes.
Recordé en ese instante cómo rompía yo la rutina musical de los quinceañeros curramberos para que me dejaran poner Twist and Shout. Aprendí a tocar la armónica después de verlo iniciar los primeros acordes de I should have known better montado en un vagón de tren en el film A hard day’s night que vi en el teatro Cartagena; aluciné, literalmente, con Strawberry Fields Forever; supe lo que es una crónica musical con A Day in the Life, y descubrí que no estaba solo en mi utopía oyendo Imagine.
Él, que había sobrevivido a miles de desenfrenos que lo llevaron hasta los umbrales de lo oculto, a persecución por parte de la CIA que lo tenía en la lista de los más peligrosos del planeta, enemigos de la sociedad, en la honrosa compañía de Malcolm X, Eldridge Cleaver, Angela Davis, Danny El Rojo, Charles Manson, no pudo evitar los balazos propinados por un pobre diablo, un triste sicópata como los miles que deambulan en un país donde cualquiera puede comprar un arma, entrar en un colegio o en un McDonald’s y rociar de muerte a quien se le atraviese.
Porque Mark Chapman no era más que un pobre diablo cuyo primario cerebro no era capaz de conciliar su anodina vida con la condición de fan que, sazonados con la lectura de un libro tan amargo como The Catcher in the rye, de J.D. Salinger, activaron el asesino que había dentro de él. Porque ¿qué otra razón puede haber, aparte de la confusión e incapacidad de su frágil mente, para pedir un autógrafo al ídolo que ya no quería serlo más, que “sólo quería observar las ruedas girar”, como se lo decía a todo el que pretendía idolatrarlo, obtener este autógrafo y después ultimarlo a balazos?
Nunca imaginó John que su célebre frase: Somos más famosos que Jesucristo, lo convertiría, 1.980 años después del Gólgota, en el Mártir, no del Gólgota, sino del Dakota, confirmando ese popular proverbio que dice: Cuidado con los que deseas, corres el riesgo de obtenerlo. Menos mal, y para alivio del difunto, contrario a lo que pasó hace 2.010 años, a nadie se le ocurrió fundar el Lennonismo, aún en estas épocas de iglesias de garaje.
Viéndolo hoy, con la perspectiva que dan tres décadas, y con la ineludible tentación de escarbar en el asesinato de John buscando significados subliminales, uno especula: se acababa una era, comenzaban los ochenta, Lennon cumplía 40 años y decide participar en ellos saliendo de su retiro con un espectacular álbum donde vertió toda su satisfactoria vida personal del momento, circunstancias que hubieran sido irrelevantes si no fuera porque 25 años atrás, cuando ya John era un Teddy Boy de 15 años en su natal Liverpool, en Forth Worth, Texas, empezaba a gestarse la vida de quien a la postre sería su asesino. ¿Es esto lo que llaman karma, dharma o lo que sea?
Hoy, treinta años después, me siento parte de ese karma y especulo pensando que si no hubiera asistido esa noche del 8 de diciembre de 1980 al concierto de The Police, si John y Yoko se hubieran demorado en llegar al Dakota o Mark Chapman se hubiera perdido en el subway y hubiera terminado en Brooklyn, si solo hubiera permanecido “observando las ruedas girar y girar”, mi amigo Lennon estuviera vivo.
* Tomado del Semanario Latitud de el Diario El Heraldo de Barranquilla (Dic. 2 de 2010)
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